LA
LLEGADA
Las
dos horas de la noche. El automóvil avanzaba por la carretera oscura
y sinuosa. A duras penas ruido: el rugir leve del motor y el aleteo
de las fugaces alimañas nocturnas. Los faros del coche alumbraban
cada curva y dejaban tras de sí quietud y silencio. De repente, el
asfalto se convirtió en gravilla, que crujía bajo las ruedas. El
portón enrejado apareció de la nada. Pocos segundos después, este
se abría lentamente para dejar paso al vehículo. El suave crepitar
de las piedrecillas del camino, aplastadas por el paso lento de la
máquina, lo desperezó y advirtió del fin del viaje. Unos cientos
de metros después, el vehículo se detuvo. La puerta trasera pareció
abrirse sola, pero resultó ser la mano rápida y eficiente del
guardés de la casa que, al mismo tiempo, daba la bienvenida al señor
de esta, que surgió del interior acolchado del vehículo con
lentitud. El ambiente era húmedo; una niebla, compuesta por
minúsculas gotas en suspensión, parecía traspasarle hasta el denso
abrigo de piel. Lo notó enseguida, así que tiritó y subió raudo
la escalinata, camino de la entrada del caserón. La puerta se cerró
tras él, separando el ambiente oscuro del exterior del lúgubre del
vestíbulo, iluminado por la tenue luz que procedía de una gran
lámpara de araña. El mayordomo lo ayudó a quitarse el abrigo, que
colgó grácilmente de un perchero cercano:
-
Señor, ya tiene lista la habitación, con la chimenea encendida.
-
Gracias, Eugenio. ¿Qué tal está Puri?
-
Muy bien, señor; casi recuperada. Muchas gracias por preocuparse.
-
No es nada. ¿Hay algo de comer preparado?
-
Le he dejado una bandeja con algunas viandas en la mesa de su
dormitorio, don Alfonso.
-
Gracias, Eugenio. Siempre tan previsor y diligente. Hasta mañana.
-
Hasta mañana, don Alfonso. Que descanse.
-
¡Ah! Eugenio, ¿podrá llamarme a las 9,00? Necesito descansar.
-
Por supuesto. Le prepararé su desayuno favorito, acompañado de su
diario habitual.
-
Gracias por todo, Eugenio. Descansa tú también.
-
Gracias, don Alfonso.
El
recién llegado subió las escaleras pensativo, mirando, solo por
encima, a su alrededor; a las alfombras, a los pequeños muebles del
pasillo y a los cuadros que colgaban de la pared. Al llegar, abrió
la puerta del dormitorio principal y entró. No le hizo falta dar la
luz; la que procedía de la chimenea le era suficiente, pues el
cansancio le provocaba cierta fotosensibilidad y prender una lámpara
le habría molestado a la vista. Se fijó en la bandeja que
descansaba en la mesa, tapada por una campana plateada. La retiró y
fue picoteando mientras se cambiaba para ponerse cómodo. Ya vestido
para estar en casa, se sentó en su sillón, puesto junto a la
ventana para disfrutar de las vistas del monte, totalmente negro en
ese momento. Dirigió su mirada a los jardines de la casa, buscando
algún movimiento. Sabía, que, tarde o temprano, divisaría a alguno
de los gatos que vivían en el terreno del caserón. Pasado un rato,
y sin satisfacer su curiosidad por ver algún pequeño félido, se
levantó, se aseó en el baño y se acostó, sumiéndose en un sueño
dulce, acunado por el chisporrotear agradable de la madera fresca que
ardía despacio en su chimenea.