Prosa

SEGUIMIENTO:

Ya son varias las semanas. La decisión de eliminar al sujeto lleva decidida ese tiempo indefinido. Sus rutinas son claras, observado durante muchos días. Su comportamiento es repetitivo, hecho que ha ayudado en la tarea. Pasa desapercibido. No llama, para nada, la atención; y eso que su decrepitud es manifiesta. Su apariencia choca con sus rutinas, y es por ello que, en este caso, puede aplicarse sin problema el dicho de que “el hábito no hace al monje”. Ha resultado ser un sujeto de estudio interesante, dentro de lo anodino de su existencia. Mañana tendrás el informe completo en un archivo adjunto en tu e-mail. Necesitaré la tarde y la noche de hoy para revisarlo, corregirlo y terminarlo. Ya conoces mi profesionalidad… Aunque, en esta ocasión, no he podido evitar acabar mi tarea sin tener unos sentimientos enfrentados.


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LA LLAMADA:

- Biiip... Biiip... Biiip (descuelgan).
- ¿Sí? ¿Quién es?
- Buenas tardes, ¿es usted Inés?
- Sí, pero, ¿quién es?
- Sí, perdón. Mi nombre es Rosa y le llamo del diario El Pregonero.
Ah...
- Quería hacerle unas preguntas sobre la experiencia que tuvo y de la que la redacción se hizo eco hace un par de días.
- ¿Esperiencia? No sé qué me hablas, hija.
- Perdone. Me refiero a la aparición que nos han comentado que tuvo lugar en su domicilio.
- ¡Aaah! Je, je, je. ¡Jesús, María y José! No te había entendido, hija.
- Je, je, je. Sí, disculpe.
- Bueno, ¿y qué querías saber, hija?
- Sí. Me gustaría saber si es tan amable de responderme a unas preguntas...
- ¡Pero claro, hija! ¿Cómo te llamas?
- Rosa. Soy Rosa Trujillo, redactora del diario El Pregonero.
- ¡Ah, sí, sí!
- Escribo entrevistas para una sección popular que tiene el periódico.
- Pues no me suena, hija. Es que yo soy del Hola y del Sálvame.
- Je, je, je. No pasa nada.
- Pero, oye, ¿te gustaría venir a casa? Así puedes ver la figurita.
- ¡Oh! Pues sería estupendo. ¿No le importará a su marido que vaya?
- ¡Ay, hija! Mi Antonio hace ya cinco años que descansa junto a Dios, nuestro Señor; y los hijos viven todos en la capital. No te preocupes. ¿Te gustan las lentejas?
- No, no. No se preocupe. Solamente me gustaría charlar con usted y con la oportunidad que me da de conocerla en persona ya me es suficiente.
- ¡Que sí, tonta! Mira, es que me trajo muchas mi primo Miguel cuando recogió la huerta. ¡Oh!, y te meto unos calabacines también. Además hago unas almendritas garrapiñadas que salen buenísimas.
- De verdad, no se preocupe. Muchas gracias.
- Si no me preocupo. Yo te meto todo en una bolsa pa cuando vengas.
- Muchísimas gracias, pero, ¿podría darme la dirección de su domicilio?
- Claro que sí, hija. Mira...
- Sí.
- Es en la plaza de la iglesia...
- Ajá.
- La calle se llama Coronel López Eredia...
- Sí.
- El número ocho.
- Vale. ¿En qué piso?
- No, no, que es una casa.
- Aaah, ok.
- Sí.
- Muchas gracias, Inés. ¿Qué le parecería si me pasara a verla mañana a eso de las 11,00-11,30?
- ¡Uy, hija! Ven mejor a la 13,00 o así; es que hay misa y no voy a estar en casa. Mira, además así te quedas a comer.
- No se preocupe, de verdad. Si sólo serán unas preguntas.
- Bueno, bueno. Tú ven a eso de la 13,00.
- De acuerdo. Coronel López Eredia, nº 8, ¿no?
- Eso es. En la plaza de la iglesia. No tiene pierde, hija.
- Gracias...
- Sí, sí...
- Entonces hasta mañana, Inés. Que descanse.
- Gracias hija. Hasta mañana si Dios quiere. Un beso.
- (Cuelgan).

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LAS AVENTURAS DE JON, EL PEQUEÑO MARINERO:


Portada
Primera página

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CUENTO:

LA LLEGADA





Las dos horas de la noche. El automóvil avanzaba por la carretera oscura y sinuosa. A duras penas ruido: el rugir leve del motor y el aleteo de las fugaces alimañas nocturnas. Los faros del coche alumbraban cada curva y dejaban tras de sí quietud y silencio. De repente, el asfalto se convirtió en gravilla, que crujía bajo las ruedas. El portón enrejado apareció de la nada. Pocos segundos después, este se abría lentamente para dejar paso al vehículo. El suave crepitar de las piedrecillas del camino, aplastadas por el paso lento de la máquina, lo desperezó y advirtió del fin del viaje. Unos cientos de metros después, el vehículo se detuvo. La puerta trasera pareció abrirse sola, pero resultó ser la mano rápida y eficiente del guardés de la casa que, al mismo tiempo, daba la bienvenida al señor de esta, que surgió del interior acolchado del vehículo con lentitud. El ambiente era húmedo; una niebla, compuesta por minúsculas gotas en suspensión, parecía traspasarle hasta el denso abrigo de piel. Lo notó enseguida, así que tiritó y subió raudo la escalinata, camino de la entrada del caserón. La puerta se cerró tras él, separando el ambiente oscuro del exterior del lúgubre del vestíbulo, iluminado por la tenue luz que procedía de una gran lámpara de araña. El mayordomo lo ayudó a quitarse el abrigo, que colgó grácilmente de un perchero cercano:

- Señor, ya tiene lista la habitación, con la chimenea encendida.

- Gracias, Eugenio. ¿Qué tal está Puri?

- Muy bien, señor; casi recuperada. Muchas gracias por preocuparse.

- No es nada. ¿Hay algo de comer preparado?

- Le he dejado una bandeja con algunas viandas en la mesa de su dormitorio, don Alfonso.

- Gracias, Eugenio. Siempre tan previsor y diligente. Hasta mañana.

- Hasta mañana, don Alfonso. Que descanse.

- ¡Ah! Eugenio, ¿podrá llamarme a las 9,00? Necesito descansar.

- Por supuesto. Le prepararé su desayuno favorito, acompañado de su diario habitual.

- Gracias por todo, Eugenio. Descansa tú también.

- Gracias, don Alfonso.

El recién llegado subió las escaleras pensativo, mirando, solo por encima, a su alrededor; a las alfombras, a los pequeños muebles del pasillo y a los cuadros que colgaban de la pared. Al llegar, abrió la puerta del dormitorio principal y entró. No le hizo falta dar la luz; la que procedía de la chimenea le era suficiente, pues el cansancio le provocaba cierta fotosensibilidad y prender una lámpara le habría molestado a la vista. Se fijó en la bandeja que descansaba en la mesa, tapada por una campana plateada. La retiró y fue picoteando mientras se cambiaba para ponerse cómodo. Ya vestido para estar en casa, se sentó en su sillón, puesto junto a la ventana para disfrutar de las vistas del monte, totalmente negro en ese momento. Dirigió su mirada a los jardines de la casa, buscando algún movimiento. Sabía, que, tarde o temprano, divisaría a alguno de los gatos que vivían en el terreno del caserón. Pasado un rato, y sin satisfacer su curiosidad por ver algún pequeño félido, se levantó, se aseó en el baño y se acostó, sumiéndose en un sueño dulce, acunado por el chisporrotear agradable de la madera fresca que ardía despacio en su chimenea.


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